Las cenizas no saben volar

 #Historiasdelcamino

Las cenizas no saben volar. El abuelo está a punto de descubrirlo en plena madrugada de la plaza del Obradoiro mientras sostiene una urna funeraria entre sus brazos. El viento del noroeste impregna la ciudad de Santiago de aroma a tierra mojada y leves recuerdos del Atlántico.
— Es la hora —murmura mientras abre la urna.
La cintura le chirría al tomar impulso para lanzar el contenido a la estratosfera y que las cenizas se eleven hacia las estrellas (al menos así lo ha imaginado durante todo el viaje). Durante un segundo la imagen de su primera vez jugando a lanzar por los aires a su nieta Carol le recorre la espalda. El contenido de la urna sale despedido justo en el momento en el que el viento del noroeste decide que ya ha cumplido con su jornada laboral y se desvanece por completo dejando la plaza en calma chicha. Las cenizas tratan de arrancar el vuelo pero, ante la mirada atónita del abuelo y encogiéndose de hombros como diciendo “qué le voy a hacer, sólo soy un montón de cenizas no un gorrión”, aterriza a escasos metros.
La familia, que hasta entonces había permanecido callada contemplando la performance, suspira resignada. “Te lo dije, Antonia. Tu padre está gagá perdido” rezonga el yerno. Un silencio incómodo se apodera de la pareja y sus tres hijos. Se podría decir que ha pasado un ángel, pero en realidad lo que está a punto de pasar es un pequeño vehículo eléctrico de barrenderos que, sin esperar la aprobación de nadie y haciendo caso omiso de los aspavientos del abuelo, pasa por encima del montón de cenizas, aspirándolas al más allá para que terminen sus días en el depósito de reciclaje de los justos.
El abuelo, sonrojado ante el fracaso del ritual, se gira y encara a su familia.
— Mi pobre Carol…



Semanas antes, Carol, su nieta favorita, su ojito izquierdo (porque hasta en el amor hay que apoyar el desarrollo social), le había pedido ayuda.
— Yayo, ¿me ayudarás a despedirme de todos?
Al yayo, que había corrido delante de los grises, los azules, y los miuras de San Fermín, se le encogió el alma pero aceptó. Abuelo y nieta organizaron el pequeño tramo del camino portugués a modo de despedida secreta para toda la familia. Caminarían hasta Santiago bajo la excusa de que el rojo del Yayo al fin había oído la llamada del señor: “¡Virgen de la Macarena, Antonia, si convertimos al ateo de tu padre nos van a llover los puntos para ascender en la prelatura!” exclamó el yerno lleno de jubileo.

Partieron de Tui un Domingo por eso de aprovechar el rebufo del día santo y llegar a Compostela para la noche de San Juan. Abuelo y nieta no se separaron en todo el primer tramo, compartiendo confidencias como siempre habían hecho y sabiendo que tras ese viaje la normalidad tardaría años en asentarse de nuevo en la familia.

El segundo tramo los apeó en Padrón, localidad en la que al día siguiente se celebraba la mundialmente fiesta de la Pimientiña de Padrón. Similar a la Tomatina de Buñol, pero en donde en lugar de tomates los participantes se lanzaban toneladas de pimientos del Padrón. La naturaleza del pimiento autóctono era de tal picor, que más que una festividad aquello parecía una carga policial a base de gas pimienta. Carol se entregó en cuerpo y alma al dicho “Como si no hubiese un mañana”, hasta el punto que al día siguiente tuvo que deshacerse de su ropa y raparse el pelo porque era imposible caminar a su lado más de un minuto sin caer de rodillas llorando por el escozor que desprendía.

Carol, corte de pelo asimétrico, y vistiendo unos vaqueros de su hermano mayor, encabezó el último tramo del camino hasta alcanzar por fin la ciudad de Santiago en el momento previsto, la noche de San Juan. Las hogueras ya comenzaban a iluminar la noche. Grupos de vecinos se mezclaban con los peregrinos, intercambiando risas e historias. El yerno tenía prisa por mostrar sus respetos al apóstol, ya que temía que el abuelo lo confundiese con San Pancracio y en lugar de abrazar al santo le pusiese una rama de perejil en la mano. La familia al completo se integró al paganismo que emanaba de cada brizna de fuego, de cada llamarada elevada al cielo nocturno. Las horas pasaron entre paréntesis de charlas suaves y exclamaciones de carcajadas limpias. Hasta que la última de las hogueras se apagó y ya sólo quedaron cenizas en ella.

— Mi pobre Carol… te he estropeado el ritual —se disculpa el abuelo.
Carol se aleja del grupo familiar para acercarse a su abuelo y darle un beso en la mejilla.
— Lo has hecho muy bien, Yayito —le reconforta cogiéndole de la mano —Que estés a mi lado es todo lo que necesito.
Ni los padres ni los hermanos de Carol entienden qué está pasando.
—Mamá, papá. Antiguamente, al finalizar el camino, los peregrinos quemaban la ropa utilizada durante el viaje, a modo de ofrenda al santo Apóstol. Y en la noche de San Juan, quemamos aquellos símbolos que nos impiden avanzar, crecer. Esta noche he quemado mi ropa… y mi pelo. Para mi no termina el camino. Mi camino empieza hoy.
Los padres se dan cuenta por primera vez que el pelo tan corto de su hija, la ropa que le va grande, y ese rostro tan seguro de si mismo, no es la misma de siempre, casi parece ser un…
—Me gustaría que desde hoy me llamaseis Carlos —les pide mientras aprieta con fuerza la mano de su abuelo y una brizna de ceniza revolotea sobre ellos en dirección a las pocas estrellas que todavía se ven en el firmamento.

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